Nada sorprende más a quienes han crecido después de los años ochenta, y con la creciente debacle ambiental que amenaza a la naturaleza que nos nutre y sostiene, que el lema del modo de vida y consumo que los precedió: nada se desperdiciaba. Calcetines, calzones y hasta blusas con tirones se zurcían todas las tardes. En todas las casas había una máquina de coser Singer, que remendaba y hasta bordaba, y unos huevos de madera para estirar el tejido de lo que había que zurcir. Las mujeres se sentaban alrededor de una mesa y conversando y con la música de la radio de fondo, remendaban cualquier agujero en minutos.
En muchas de las pequeñas tiendas que surtían de todo (fuera de algunos grandes almacenes, no había nada que se pareciera a un mall), se acomodaba un artista del remendado de medias en un pequeño rincón y colocaba un anuncio afuera, sobre la banqueta. En minutos y barato las mujeres tenían de regreso sus preciadas medias, a las que se les había ido un hilo o varios, casi impecables. Si se desgastaba la suela de los zapatos, se cambiaba, y los codos de chamarras y sacos usados se parchaban. La ropa se iba a la basura cuando no tenía remedio.
Por supuesto que los hábitos de consumo de las dos generaciones de preguerra no fueron el único factor que evitó un desastre ecológico. No eran tantos como nosotros y vivían en sociedades menos urbanizadas. Pero su manera de vivir retrasó el surgimiento de la era del hombre hidrocarburo y de la avalancha de plásticos y de gases, como el dióxido de carbono o el metano, que nos están ahogando. Así que así era.
Cuando yo era niña, no había ni tetrapacks, ni refrescos y cervezas en lata, ni ziplocs, ni tuppers, ni botellas y popotes de plástico, ni pañales desechables. Tampoco había comida rápida, ni botanas cargadas de grasas, preservativos y azúcares.
Nada venía sellado con una capa de plástico inamovible, inútil y no biodegradable de blisterpack. Todo venía envasado en botellas de vidrio retornables. Hasta el yogurt. En los refrigeradores de todas las tiendas se vendía un yogurt delicioso de una marca exótica, que sonaba búlgara, en unos preciosos tazones de cristal con papel encerado detenido por una liga por tapa, que algunos retornaban y otros guardaban para hacer gelatina.
Los lácteos eran otro mundo. Cada semana, mi mamá y una de mis tías llenaban la cajuela de peroles de metal, a todos nosotros nos subían amontonados en la parte de atrás del coche, y emprendían el camino a uno de los ranchos ganaderos que había por Tlalpan a comprar leche bronca. De regreso, ponían a hervir la leche y guardaban la nata -para embarrar en bolillos y hornear panqués-, preparaban requesón y guardaban el resto de la leche en el refri. En jarras de cristal. Una amiga que vivía en San Ángel recuerda todavía al lechero que pasaba en burro con sus peroles vendiendo leche de casa en casa.
Ir al mercado también era otra cosa. En todas las colonias había uno -antecedente de los tianguis de hoy- y canastas en brazo, todo mundo iba al mercado una vez a la semana por fruta y verdura. Los vendedores ponían la compra directo en las canastas, sin necesidad de bolsas de plástico, y colocaban lo pequeño o delicado en cucuruchos de papel periódico.
Nadie usaba, por cierto, bolsas de plástico para cubrir los basureros: se forraban también con papel periódico.
¿Y el mandado? La compra de carne, pescado y pollo se hacía todos los días. "Lo que encuentres más fresco", le decía mi mamá a la cocinera cuando no podía ir ella. Y ahí regresaba aquella con el mandado envuelto en papel de estraza -como se venden aún las tortillas- si era carne, o encerado si se trataba de pescado o mariscos. Se guisaba a diario. Suficiente para dos días nada más porque el congelador sólo se usaba para hacer hielo y guardar helado.
Por supuesto que esas generaciones no eran ambientalistas ejemplares. En todas las mesas se servía cada día sopa de pasta, arroz, guisados de carne de res y hasta chicharrón. Y cenábamos pan con chocolate: todo endulzado con azúcar refinada. Pocos pudieron resistir la tentación de comprar coches inmensos que consumían gasolina como locos. (Pero sólo había un coche en cada casa y muchos caminaban o tomaban el camión o el trolebús para ir a su trabajo). En el balance ecológico, salen ganando. Podemos volver a vivir así: se vivía mejor.

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra. Ha publicado cinco libros sobre asuntos internacionales, y en el 2006, La aguja de luz, una novela histórica sobre Mallorca. Es colaboradora de Letras Libres y editorialista de Reforma desde su fundación. Ha impartido cátedra en las principales universidades del país sobre temas internacionales.