No sería la primera vez que se anuncia el final de la Revolución -con artículo y mayúscula.
En 1980, con el éxodo del Mariel, ciento veinticinco mil personas se lanzaron al mar. Familias enteras amontonadas en barcos herrumbrosos. El mar cubierto de manchas de aceite. Se habló de desmoronamiento social. El desmoronamiento no llegó.
En 1991, con la caída del bloque soviético, hasta los menos audaces dieron por hecho que el castrismo moriría sin su respirador artificial. Llegó el Período Especial: apagones de ocho horas, estómagos vacíos. Se encogió la economía, pero no el régimen. Resistió.
Ya entrado el siglo, cuando los barcos de petróleo venezolano empezaron a flaquear, volvió la perorata interminable: ahora sí, sin Chávez, no quedará nada. Chávez murió, pero La Habana siguió viva. Más pobre y sola. Pero siguió.
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En 2006, cuando Fidel entregó el poder a Raúl, se dijo que el sistema no sobreviviría sin el Comandante, el gran líder. Sobrevivió.
Diez años después, cuando Fidel murió, se volvió a decir: el mito se apagó, ahora sí caerá. No cayó.
En noviembre de 2020 apareció el Movimiento San Isidro. Un grupo mínimo: músicos, negros, mujeres, gays. Una casa vieja en una zona pobre. Un encierro. La invención de "un país extranjero dentro de La Habana", escribió Carlos Manuel Álvarez. Duró poco, mostró grietas.
En julio de 2021, esas grietas derribaron una pared. Miles en la calle. Decenas de miles. "Libertad", "Patria y Vida". La Habana, Santiago, Santa Clara.
Teléfonos encendidos. Transmisiones en directo. La sensación de que ahora sí.
El principio del fin, dijeron.
Llegaron los toletes. Los gases. Los cortes de internet.
El aparato mordió, se tragó las plazas, se llevó a cientos.
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En cada crisis -la soviética, la venezolana, la sucesión, la protesta- se repitió la misma profecía. Y siempre, contra todo cálculo, el régimen se mantuvo.
Como un cuerpo que no deja de resistir la autopsia.
Pero ahora -me parece- es distinto.
Eso es lo que vi.
Cuatro años después de las últimas protestas, Cuba es la misma, pero también es otra.
La vida es aún más precaria, incluso miserable. Los salarios son una cifra inútil. Los hospitales, edificios sin luz. Las colas -que antes eran largas- ya no existen porque no hay nada a qué formarse. El embargo aprieta.
Nadie espera nada. Ni los más fanáticos. Ni los que antes repetían el discurso como un credo. Ni los que guardaban el carnet del Partido como un amuleto. La esperanza se fue.
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"Cuba sigue sangrando, sangrando y ese sangrado ha provocado este desangramiento.", dijo Leonardo Padura hace no tanto.
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Son muchas las cifras. La más brutal es la del vaciamiento. Entre 2022 y 2023 la isla perdió casi una quinta parte de su gente. Dieciocho por ciento menos en un año. Al menos un millón setecientas noventa mil personas se fueron. Maletas, balsas, coyotes, aeropuertos. El mayor éxodo de la historia de Cuba. Por mucho.
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Todo esto ya ocurrió antes, claro. Inconformidad hubo, apagones hubo, migraciones masivas hubo. Siempre. Lo nuevo no es la pobreza. Lo nuevo no es la escasez. Ni siquiera la desigualdad. Lo nuevo es el control. O, mejor dicho, la falta de control.
Esto es lo nuevo. Para narrarlo, necesito imágenes:
Vi bultos, paquetes, maletas de cincuenta o sesenta kilos, emplayados en el aeropuerto de La Habana. Pasaban sin inspección, sin revisión. El Estado ya no mira lo que hay dentro del equipaje del viajero.
Vi viejos, obreros, burócratas, cantantes y taxistas reírse del modelo. Insultar al gobierno delante de cualquiera. En voz alta. En público.
Vi los Comités de Defensa de la Revolución convertidos en grafitis borrados por la humedad.
Vi flacos, flaquísimos, a los soldados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Vi sus dientes podridos detrás de una sonrisa forzada.
Vi que el sistema de control social se desquebraja por falta de recursos. Queda, claro, lo que Carlos Manuel Álvarez llama "una de las técnicas predilectas y más efectivas de la Seguridad del Estado": su capacidad de "instalarse en la conciencia colectiva, hacer creer que están en más sitios de los que están, multiplicar su presencia en la imaginación de la gente". Eso, en algo, persiste. Pero incluso esa omnipresencia fina y pegajosa parece agotarse.
La Seguridad del Estado existe, claro. Siguen los reportes de detenciones arbitrarias y la tortura. Pero la red está rota, llena de huecos, saturada. Ya no controla de forma preventiva y silenciosa: actúa a destiempo, de manera puntual, ahí donde cruje.
Falta dinero. Falta gente. Falta futuro. Lo que queda es una burocracia vacía, un ritual sin fuerza.
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Lo que se rompió en los últimos años no fue solo la economía. Fue la disciplina.
Lo que se resquebrajó es la obediencia.
El sistema perdió su capacidad de controlar incluso en lo pequeño -la maleta revisada, la esquina vigilada, la palabra contenida.
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Lo único que queda es esperar el fin del juego.
Es inútil hacer pronósticos. Los procesos sociales no son aritmética.
La Revolución rusa estalló en el lugar menos esperado: un motín por pan en Petrogrado.
El régimen de Bashar al-Ásad terminó de pudrirse en una semana definitiva.
La Primavera Árabe comenzó con un vendedor ambulante que se prendió fuego en una plaza de Túnez y arrastró a medio continente.
En Irán, en 1979, un régimen que parecía eterno se derrumbó en unos meses de multitudes en las calles.
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No hay ecuaciones que digan cuándo ni cómo. Hay acumulaciones. Hay rabias. Hay silencios que se van pudriendo.
A pocas millas de distancia, el jefe de Marco Rubio mira y se piensa libertador. Fantasea, especula y promete la caída inminente. Aprieta las tuercas del embargo asesino.
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Lo cierto es que todo está dispuesto: hambre, rabia, fuga, silencio quebrado. El final puede ser mañana o nunca. Puede ser un grito en una plaza, una chispa en la penumbra, una cola que se vuelve multitud.
Puede no llegar. Pero si llega, será así: de golpe, sin aviso, como todos los finales.