Polarizar y despolitizar
Carlos Bravo Regidor EN MURAL
Algunos partidarios del lopezobradorismo actúan como si polarizar fuera politizar. Aseguran que quienes critican la polarización solo buscan promover la despolitización: defender sus privilegios, mantener el statu quo, que no se mencionen las desigualdades y las discriminaciones, que no se reclamen las injusticias, que todo siga igual. Pero se equivocan, polarizar y politizar no son lo mismo. Polarizar es extremar las discrepancias, partir a una población entre dos grupos distantes y excluyentes. Politizar es crear conciencia sobre el carácter político de un asunto, visibilizarlo como problema público, impugnarlo como relación de poder. La polarización emplaza a escoger entre dos opciones incompatibles, rebajando el conflicto a su expresión más estéril: la dicotomía amigo/enemigo, el antagonismo del conmigo o contra mí. La politización, en cambio, convoca a escuchar otras voces, a ponderar perspectivas desconocidas o distintas, canalizando el conflicto por una senda más constructiva: la de admitir la legitimidad de las diferencias y la necesidad del diálogo. Polarizar es dividir; politizar es discutir. Son prácticas disímiles, que incluso pueden llegar a ser opuestas. Porque la polarización llevada a su límite tiene un efecto despolitizador. Borra la pluralidad, obliga a tomar partido y cancela la conversación. Es una licencia para descalificar, para acallar, para imponer.
En su libro ¿Qué es el populismo?, Jan-Werner Müller interpreta el renacimiento contemporáneo de la polarización populista como una reacción contra la despolitización tecnocrática que impulsaron los gobiernos neoliberales durante las últimas décadas. Sin embargo, advierte, tienen un rasgo en común: "la tecnocracia sostiene que solo existe una solución correcta de política pública; el populismo afirma que solo existe una auténtica voluntad del pueblo [...] Ni para los tecnócratas ni para los populistas hay necesidad alguna de debate democrático. En cierto sentido, ambos son curiosamente apolíticos. Por tanto, es factible asumir que uno allane el camino para el otro, porque uno y otro legitiman la creencia de que en realidad no hay espacio para el desacuerdo". La despolitización tecnocrática desprecia a quienes carecen de la credencial de expertos y lo deja todo en manos de quienes hablan en nombre del conocimiento técnico. La polarización populista desestima a quienes están excluidos de su definición del pueblo y lo deja todo en manos de quienes hablan en nombre de la voluntad popular. A pesar de que ni el conocimiento técnico ni la voluntad popular son evidentes, estáticos ni monolíticos. No importa. Lo que cuenta es su utilidad política como argumentos de autoridad. Como recursos que permiten ignorar a quien les lleve la contraria, no tener que habérselas democráticamente con el disenso. Y así, aunque sea por caminos muy disparejos, tecnocracia y populismo terminan desembocando en la despolitización. Porque ambos ponen la obediencia -a la "técnica" o al "pueblo"- por encima de la deliberación.
En el contexto mexicano, la polarización en torno al presidente López Obrador ya empieza a dar claras señales de estar provocando una despolitización. Su ritmo, su rostro y su relato saturan el espacio de la esfera pública. No hay más, no hay otros. Su voluntad se afirma como si fuera la única, todopoderosa e incontrovertible ("va porque va", "me canso ganso"). La polémica parece cada vez más reducida a una guerra de posiciones, o mejor dicho de poses, a su favor o en su contra. Como si en su figura se agotara el significado de cualquier disputa, como si en defenderlo o atacarlo se cifrara la resolución de cada uno de nuestros problemas. ¿De cuántos temas hemos dejado de hablar; a cuántas voces hemos dejado de escuchar; cuántas alternativas hemos dejado de imaginar; a cuántas cosas hemos dejado de prestar atención y cuántas oportunidades hemos dejado pasar por seguir ensimismados en esa monomanía de examinar todo bajo el tamiz de si resulta pro- o anti- AMLO?

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Carlos Bravo Regidor (Ciudad de México, 1977). Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México e Historia en la Universidad de Chicago. Es profesor-investigador asociado en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde además dirige el Programa de Periodismo.
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