OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN MURAL

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Empezaba la revolución que se llamó constitucionalista. Don Venustiano Carranza estaba en Piedras Negras. Ahí llevaba la vida de un patriarca más que la agitada existencia del que anda levantado en armas. Estaba en el poder Victoriano Huerta, llamado "El Usurpador", "El Chacal" y otros nombres igualmente peyorativos y malsonantes que no pongo aquí por respeto a su memoria, que dicen la tenía muy buena. Los antiguos maderistas y quienes se declararon tales, como el propio don Venustiano, se disponían a reunir sus fuerzas para combatir a aquel gobierno espurio, lo cual se oye todavía peor que "usurpador" y "chacal".

En aquella ciudad fronteriza uno de los seguidores del Varón de Cuatrociénegas, hombre joven y bien plantado, puso los ojos en una mujer. Se proponía, claro, poner después en ella alguna cosa más. Después de cortejarla en la discreta forma en que se hacían entonces los cortejos se atrevió a enviarle un papelito, nombre que recibían en aquellos tiempos los recaditos amorosos. El galán seguía a su dulcinea a prudente distancia, y la esperaba a la salida de la iglesia, o se acercaba a ella en la serenata de la plaza, los jueves o domingos. Todo tembloroso le decía:

-Perdone el atrevimiento, señorita. ¿Me recibe usted este papelito?

Ella podía escoger entre recibirlo o no. Si lo recibía esa era una buena señal de que a la chica no le eran indiferentes las atenciones de su galanteador. Si lo rechazaba es porque no le interesaba entrar en relación con él.

El personaje de mi relato no tuvo necesidad de entregarle el papelito a la dama de sus sueños, pues una criada de esta se ofreció a llevar en propia mano la misiva a cambio de una conveniente gratificación que el galán entregó con desprendimiento generoso, como cumple a un rendido galán. Pocos días después de recibir el recadito la dama envió otro, por el mismo conducto, por el cual aceptaba una entrevista con su pretendiente. La cita era a las 10 de la noche en la reja de la muchacha.

No dejó de parecerle avanzada la hora al feliz enamorado, pero para el amor no hay horas: lo mismo puede cumplirse en las cómplices tinieblas de la noche que a plena luz del día. Así, esperó ansioso que llegara la hora de la cita, y después de caminar varias veces de una a otra esquina, con pasos resonantes, y de toser más o menos con estrépito, y de silbar alguna tonadilla para anunciar que había llegado ya, se recargó en la reja de la amada a efecto de esperar su aparición.

No sé si sonaron las 10 de la noche en algún lejano reloj, según suele suceder en esta clase de narraciones románticas, o si simplemente el hombre consultó su reloj, el caso es que al dar la 10 se abrió la ventana y apareció en la reja la muchacha.

(Continuará).