Libertad de prensa: ausentes
Carlos Bravo Regidor EN MURAL
Entre 2012 y 2016 fueron asesinados 530 periodistas en el mundo, un promedio de dos por semana, 68 por ciento más que en los cinco años previos (2007-2011). Las historias que llegan a conocerse son las de corresponsales extranjeros o periodistas de alto perfil, pero la inmensa mayoría eran reporteros locales de pequeños medios que cubrían guerras, conflictos violentos, corrupción o crimen organizado. Por cada Jamal Khashoggi (Washington Post) o cada Miroslava Breach (La Jornada) hay cientos de Mohammeds Eissa (Nateq Network) o de Anabeles Flores (El Sol de Orizaba). En términos regionales, Medio Oriente y el norte de África concentran el 36 por ciento de los asesinatos (191), con Siria (86), Iraq (46) y Somalia (36) encabezando la lista. Después siguen América Latina y el Caribe con el 24 por ciento (125), donde México (37), Brasil (29) y Honduras (19) son los países más violentos.1 El 90 por ciento de todos esos crímenes, a nivel global, permanece impune.
Además están la precarización laboral, el hostigamiento, las encarcelaciones arbitrarias, en fin, ese abultado repertorio de amenazas y agresiones que también conspiran contra la libertad de prensa, es decir, contra el libre ejercicio del derecho a informar y -esto es fundamental-, a ser informados. Porque los ataques contra periodistas no son un problema meramente gremial, un asunto que los afecte "solo a ellos". Esa manera de verlo, de hecho, es sintomática tanto de un inquietante déficit de solidaridad cívica muy característico de sociedades violentas que tienden a criminalizar a las víctimas, como de un peligroso desconocimiento del significado de la libertad de prensa como pilar de la convivencia democrática. Porque los ataques contra periodistas son también ataques contra la sociedad de la que forman parte, contra la ciudadanía a la que sirven con su trabajo, contra el interés público que mantienen vivo, al día y alerta. Son ataques contra la posibilidad de someter a escrutinio al poder, contra la capacidad de exigir transparencia y rendición de cuentas, contra la existencia de un contrapeso social. Sin eso, sin libertad de prensa no hay, no puede haber, democracia.
La semana pasada se llevó a cabo en Londres una conferencia internacional, organizada por los gobiernos de Canadá y Reino Unido, precisamente a propósito de la libertad de prensa. Asistieron representantes de más de cien países, agencias internacionales, organizaciones de la sociedad civil, periodistas y académicos. Se discutieron múltiples cuestiones, pero sin duda la más relevante fue cómo garantizar la seguridad de los periodistas: cuáles son las principales experiencias al respecto, cómo promover mejores leyes y políticas y, sobre todo, qué responsabilidades debe asumir una coalición internacional que vaya más allá de las buenas intenciones y busque impulsar soluciones efectivas.
El caso mexicano estuvo muy presente. En su discurso inaugural Jeremy Hunt, ministro de Relaciones Exteriores de Reino Unido, contó la historia de Francisco Romero Díaz, un reportero asesinado hace apenas dos meses en Playa del Carmen, el sexto de siete periodistas asesinados en lo que va del año en nuestro país. También se habló de México en varios paneles y, desde luego, en los pasillos. En un mural con nombres de periodistas asesinados durante los últimos años se contaban poco más de treinta compatriotas. Lo que no estuvo presente fue el Estado mexicano. No hubo ningún representante de la SRE, la Segob, la FGR, la Feadle, del Congreso, del mecanismo de protección o de gobiernos de los estados. Sólo un par de funcionarios de la embajada mexicana en Reino Unido, sin ninguna responsabilidad sustantiva en la materia, se dieron una vuelta.
Fue una estampa desoladora pero inequívoca: el compromiso internacional del Estado mexicano con la defensa de la libertad de prensa es in absentia.

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Carlos Bravo Regidor (Ciudad de México, 1977). Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México e Historia en la Universidad de Chicago. Es profesor-investigador asociado en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde además dirige el Programa de Periodismo.
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