Hace algunos años visité la biblioteca Miguel Cané en Buenos Aires para conocer el lugar en el que trabajó desdichadamente mi autor favorito. El octagenario a cargo me preguntó con malicia si en mi país era más popular ese escritor o un jugador de futbol cuyo nombre pronunció con fruición. Fingí desconocer al futbolista, en inofensiva represalia. Luego terminé de caminar la biblioteca como quien recorre descalzo Tierra Santa pensando en Maradona.