Dice un amigo que la normalidad es un efecto de la distancia. Una distorsión. Entiéndase así: vistos lo bastante cerca todos somos anormales. Estoy hablando, por supuesto, de sexo. Ese artefacto evolutivo que nos tiene a ambos leyendo estas palabras, y que ha atado generación tras generación ininterrumpidamente desde hace 3 mil millones de años.