Si los hechos tienen lugar en el espacio que ocupamos, la historia cobra otro sentido. Como pasó hace 40 años, con los sismos en México
Súper Leche
NEGRO Y CARGADO / José Israel Carranza EN MURAL
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Son contadas, y por eso altamente significativas, las ocasiones en que la historia encarna en la historia particular. Uno puede tener noticia de los acontecimientos más importantes que están teniendo lugar ahora mismo, y hacerse una idea, certera o no, de sus posibles consecuencias. Una guerra, una revuelta, la reconfiguración política de una sociedad, una catástrofe. O bien los adelantos tecnológicos que en estos instantes acaso estén decidiendo las transformaciones más radicales de la vida tal como la conocemos, o las descripciones de la realidad que difícilmente se ajustan ya con las que manejábamos antes -el filósofo Richard Rorty apostaba por que la evolución del pensamiento, de nuestra forma de explicarnos el mundo y, en suma, lo que somos, consistía básicamente en la sustitución de unas palabras por otras: dejamos de usar las que parecen ya no servirnos, inventamos o nos apropiamos de otras con la ilusión de que servirán mejor, y eso es todo-. Pero cuando esos acontecimientos tienen lugar en el espacio que ocupamos, la historia cobra otro sentido. Como pasó hace cuarenta años, con los sismos en México.